Los veranos de la infancia discurrían en un lento vaivén entre la costa de Cádiz y la de Alicante. La madre, originaria del sur, de la tierra del atún y el viento, dejaba a los dos niños con el padre, un hombre criado entre horchatas y paellas —todo esto es simplificar mucho, pero es lo que requiere el relato—. 

Cuando los niños llegaban al pueblo de costa donde vivía su abuela paterna, empezaba la transformación. Transitar varios cientos de kilómetros de la geografía española, era para ellos como viajar entre dos mundos. A la abuela paterna le gustaban las camas bien hechas al milímetro, sin ninguna arruga. Los niños cada mañana las hacían con la pereza colgándoles de los lagrimales. Además, allí había que fregar los platos, no había lavavajillas como en casa de la madre. Ponían la mesa, secaban cubiertos, cambiaban sus costumbres, como también pasaba a la hora de la siesta. El sueño vespertino era ineludible. 

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