Me imaginaba que hacerse mayor sería algo así como quitarle la cáscara a un huevo cocido. Quedarse reluciente, lisa y brillante y tirar los cachitos marrones y rotos de infancia a la basura para recomponerse de la incertidumbre pueril y adolescente que me agrietaba el interior. Pensaba que las emociones no volverían a ser una tormenta que cruje en silencio, un diluvio incontrolable de sillas que vuelan, una masa de nubes grises apelotonadas; solo esperaba calma y serenidad, un lago plano en el que casi todos los días navegarían alegres barquitos de colores con nombres sencillos: la niña bonita, aguamarina, la perla negra. Todo en apariencia simple y predecible.
Todo esto lo suponía cuando en las perezosas mañanas de domingo jugaba con mi hermano a ser adultos, con nuestros ordenadores de plástico, un taquito de papeles al lado y miradas concentradas mientras apuntábamos cosas importantísimas con unas manos demasiado pequeñas como para darnos esa seriedad. Nos acompañaba el incesante tiquití de las teclas que daba a entender que teníamos una empresa de éxito y que éramos unos señoritos ocupados. Creíamos que todo estaría en su sitio cuando tuviéramos nuestros trabajos, una casa nuestra, un mundo a nuestra medida.
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